el día en que mi madre lloró en la cocina
Llevo cuarenta minutos intentando dormir. Tal vez más.
Tengo la cocina sucia y ansiedad -corazón desbocado cual caballo salvaje-, por eso me he tumbado en este sofá azul que no es mío. Tampoco lo es la cocina.
Por eso me he tumbado después en esta cama, que tampoco es mía.
Si soy algo ahora mismo es una extraña en tierra extraña, una intrusa en este lugar, pretendiendo ser alguien lejos de todo lo que quiero.
Fui al baño sin demasiada necesidad apremiante, la justa para decirme y engañarme a mí misma, como hago todas las noches, que si no voy al baño antes de cerrar los ojos durante largo rato entonces sí que será imposible dormir. Solo que ahora no es de noche, sino medio día.
Entonces me senté en la taza de un váter que tampoco es mío, demasiado aburrida como para desbloquear el teléfono y demasiado sensible como para llorar a los cinco segundos de entrar en redes y chocarme de bruces con los versos que Jesús Pacheco recita
“los ojos de mi madre lloraban hacia adentro”
No he sido capaz de continuar.
Ayer fue el día de la madre pero yo estoy llorando ahora porque no le hice ningún regalo; porque estoy lejos; porque apenas tenemos fotos juntas aunque nos sobre el amor.
Pero estoy llorando porque ese verso me recordó al día en que ella lloró en su cumpleaños. Fue un motivo estúpido, insignificante. Pero ella lloró porque estaba feliz y de golpe dejó de estarlo. Por un comentario. Y era su cumpleaños.
Recuerdo que no supe qué hacer con su tristeza igual que tampoco sé qué hacer con la mía. He crecido creyendo –no sé muy bien por qué– que la tristeza abruma, que la tristeza no es bien recibida, que te arrastra consigo y que, lo peor de todo, puede ser un inconveniente para los demás, algo con lo que lidiar a pesar de no pertenecerles. De pequeña empecé a llorar en el baño y en silencio para no molestar. Empecé a esconder todas las emociones que traían consigo un llanto irrefrenable pero algunas veces rompía a llorar en la cocina frente a los demás.
Casi siempre eran tonterías pero a mí se me escapaba por todo el cuerpo esta representación lacrimógena que, en el fondo de mi corazón, se avergüenza de sí misma y desea, más que nada en el mundo, sentir que merece un huequito en el mundo en el que poder ser. Existir, más allá de las baldosas del baño.
El día en que mi madre lloró en la cocina pensé que ella también estaba rota y que, por eso, algo tan pequeño e inofensivo, algo que para nosotros no tenía importancia, para ella fue descomunal.
Aquella escena me retorcerá el corazón toda la vida; cada día en que me acuerde de ella. La anatomía de un recuerdo: Fueron cinco minutos que, sin embargo, para mí durarán toda la vida.
Una parte de mí murió aquel día de febrero porque entendí que no solo yo a veces me siento sola en el mundo, sino que venía de una mujer maravillosa que también se sentía así; que a veces también lloraba por pequeñeces porque por dentro las hormigas nos dan mordiscos a cada poco y algo pequeño puede calar y filtrarse por esos agujeros donde se esconde -escondemos a la fuerza- la vulnerabilidad.
Qué iba a hacer yo con toda esa pena que caía por sus ojos.
Es aquí donde mis recuerdos empiezan a perderse y la memoria empieza a llenar los huecos resultantes tal vez con invenciones pero quiero creer que estuve ahí.
No sé cuántos años han pasado desde entonces. No muchos, desde luego.
No sé cuántos kilómetros me separan ahora de mi madre pero pienso en ella a cada instante; en ella y en la niña que fue.
Cuando rompemos a llorar en la cocina, con público incluido, ¿somos nosotras quienes realmente lloramos o son las niñas que fuimos? Las mismas que nunca supieron que hacer con las lágrimas. Las mismas que dijeron soy fuerte cuando las estaba arrastrando un torbellino.
Mamá tuvo una infancia infeliz y creo que eso es lo que más me pesa en el mundo. A mamá le prohibieron llorar, le prohibieron leer, le prohibieron ser una niña para asumir los papeles del hogar. Le prohibieron estudiar pero estudió, leyó y luchó como ella sola supo y como nunca reflejará ningún cantar.
Todo a oscuras, por la noche, para que nadie la viera.
Si pudiera pedir un deseo, aquí y ahora –y por esto me he levantado de la cama corriendo, para que esto que escribo no se pierda en la niebla del delirio de antes de dormir- sería volver atrás en el tiempo:
Al día en que mi madre lloró en la cocina.
Más atrás.
A los días en que mi madre aún no era mi madre.
A los días en que mi madre jugaba con grillos y arrancaba jazmines, inventaba canciones sobre flores y se escondía para estudiar –siempre quiso ser profesora–.
Pediría aparecer a su lado, también siendo una niña, y le diría que estaba ahí para ser su amiga. Que le daría todos los abrazos que no le dieron. Que estaría siempre con ella y que conmigo ya no tendría que esconder la pena.
Que se puede sacar poco a poco y sin miedo.
Que es mucho mejor que desbordarse en la cocina.
Pero también le diría que tendría que irme –igual que me he ido ahora a otra ciudad- pero que volvería a su vida de la manera más bonita que se me ocurre –sin tener yo un alma maternal-.
Me volvería al mundo de los que aún no han nacido –un lugar que imagino blanco y lechoso, sin angelitos y rebosante de calma, (pienso que también ahí vamos cuando morimos)- pero que no tendría de qué preocuparse.
Porque siempre la elegiré a ella como madre.
Porque siempre será la mayor suerte de mi vida.
Y porque siempre, siempre, siempre podrá llorar en la cocina sin sentir que no está permitido.
(Sólo ahora he sido capaz de escuchar el poema entero de Jesús Pacheco.)
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