Llamar hogar a tus ojos

¿Adónde te escondiste,
amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti, clamando, y eras ido.

San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual.

A veces me pides que te hable con otra voz; que te diga lo que siento con mi verdadera voz, la que no se escucha porque no le pertenece a nadie más que al miedo. Porque una vez amé hasta morirme aun teniendo un corazón predispuesto a la derrota y al llanto. Pero hay grietas –en todos los corazones hay grietas– y a veces, en un acto de rebeldía, se cuela la esperanza. Yo creía que no era posible. Yo creía haberme resignado para siempre pero tal vez tengan razón –no sé muy bien quiénes– y «siempre» nunca haya existido porque es demasiado tiempo incluso para los muertos, incluso para los que esperan y no saben el qué. Un milagro. La redención.

Pero yo no esperaba nada cuando te conocí.

Yo alimentaba un corazón inerte y herido como un ciervo que se oculta entre los arbustos de un bosque para que nadie interrumpa el aliento que ya no puede detener mientras implora que la hierba le sea leve y su cuerpo alimente a sus hijos, porque la vida es cruel incluso cuando buscas la belleza.

En ese bosque la niña miraba al cielo y también sangraba ríos porque las manos que deseó con toda la ternura del mundo sostenían un puñal. No lo vio.

¿Y qué esperar cuando a una le diseccionan hasta lo intangible, hasta la ternura? Es casi como cortarle las alas a un vencejo y sorprenderse de que no alce más el vuelo.

Pero te conocí cuando los cervatillos aún lloraban la ausencia de la madre y mi corazón se resignaba a que la luz se colase entre los huecos porque la esperanza –ya lo decían los griegos– no es más que un letargo, una desgracia postergada, una certeza: vas a volver a sufrir.

Como decía, mi voz le pertenece al miedo y quise huir cuando vi en tus ojos aquellos juncos y nenúfares que me invitaban a querer ser una ninfa o al menos un renacuajo para nadar en ellos y sentir que estoy en casa. Y me sorprendo a mí misma por acogerme al último mal que salió de Pandora. Casi me maldigo por sonreír entre ruinas pero tú te ibas alzando como un templo.

La cierva ya había muerto y sobre su cuerpo crecerían flores, nacerían más ciervos.

En el bosque, la niña dejó de alimentarse de bayas venenosas porque su corazón quiere andar hacia el templo y rebatir a los griegos, una vez más. Predispuesta a la derrota.

Dispuesta a beberme los vientos y correr sobre el océano por llamar hogar a tus ojos. 

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